Por: Wellington Arnaud
La victoria de Luis Rodolfo Abinader Corona y el Partido Revolucionario Moderno (PRM) en las elecciones de 2020 marcó un hito en la política dominicana. Por primera vez, un presidente nacido después de la muerte de Rafael Leónidas Trujillo llegó al poder, abriendo una nueva era que busca desterrar las viejas prácticas caudillistas, aquellas que entendían el poder como un recurso para perpetuarse y no como un servicio a la nación.
Recientemente, conversé con un periodista amigo, quien analizaba los paralelismos de nuestra historia política. Según su visión, las conductas de antaño tienden a repetirse. Sin embargo, la nueva gestión de Abinader parece estar desafiando esta tendencia. Un ejemplo claro fue su decisión de participar en un debate presidencial a pesar de su ventaja en las encuestas, mostrando un respeto por el ejercicio democrático que sienta un precedente para futuras campañas. También destacó su promesa, durante su discurso de victoria el 19 de mayo, de no presentarse a la reelección.
Otro aspecto crucial ha sido su iniciativa de reforma constitucional para evitar la reelección después de dos períodos consecutivos. Este proyecto, actualmente en discusión en el Congreso, busca cerrar el capítulo del continuismo presidencial, un mal que ha afectado la democracia dominicana. Todo esto ocurre en un contexto global donde los sistemas democráticos enfrentan una creciente desconfianza, como revelan el Latinobarómetro y la Encuesta Mundial de Valores.
Abinader también ha mostrado eficiencia en la gestión económica. Durante su mandato, la economía se recuperó tras la pandemia y la inversión extranjera alcanzó cifras récord, proyectando 4.500 millones de dólares para este año. Su liderazgo busca no solo el crecimiento económico, sino también una gobernanza basada en la transparencia, la responsabilidad y la cercanía con el pueblo. En un momento donde muchos se aferran al poder, Abinader opta por romper ese ciclo y dejar un legado basado en la transformación democrática.